Saturday, September 02, 2006

El Pedagogo

Hubo alguna vez, en un pueblo alejado de Paris, hace cientos de años, un hombre que todo lo sabía. Monsieur Souperbe, que asistía a cuenta charla se celebraba entre los más sabios de Europa; que con sólo decirle una palabra, la desmembraba hasta que su relato quedaba totalmente sin sentido. Miraba el cielo con fervoroso deseo y no reparaba respecto de las monarquías. Su padre comerciante, por no dedicarse a los negocios solía vivir en soledad, aislado de su pueblo; su madre, costurera, que no asistía ni a fiestas ni a reuniones, por abocarse únicamente a su familia había aceptado construir allí su palacio en la parte más elevada de la ciudad; la familia entera se mofaban de pensar que gente así no tenía por qué tardar más en llegar al cielo. Despreciaba a sus vecinos como un cristiano desprecia a un ateo; ellos apenas se atrevían a hablarle y él casi les prohibía hacerlo.
No tenía hijos y se apenaba por ello, pensaba que era vergonzoso no tener quien siguiera su obra. Nunca encontró a la mujer que lograra satisfacerlo del todo, a todas las encontraba torpes e inútiles, ninguna pensaba como él.
—Es una suerte que tenga el don de escribir —se decía—, sino no quedaría prueba de mi existencia sobre la tierra—; a las personas se las llevaba la muerte.
Un día Monsieur Souperbe encontró la solución; bajó al pueblo y de una choza cualquiera y sin remordimientos, despojó a esa familia al primer niño que encontró junto a la mesa humildemente servida.; la madre en llanto desconsolado preguntaba ahogadamente por qué, él sólo respondió:
—Deberías quedar en paz porque le daré mejor educación que la miseria.

Pasaban los años y Monsieur Orguilleux, así lo había llamado Souperbe, se iba convirtiendo de a poco en hombre; acompañaba a su padre a todos los debates filosóficos que se daban en el país; mantenía conversaciones prolongadas y con sentido frente a los más ilustres publicistas de París. Esto hacía muy feliz a Souperbe.
Hasta que el padre, portando una culpa inmitigada decidió y le habló a su hijo:
—Podrás bajar cuando lo desees, ir a buscar tus cauce; sólo debes recordar lo que me debes.
Y fue esa misma noche que Orguilleux decidió apartarse del avaro e ir en busca de sus vestales, de su sangre, pero no bajaba solo del castillo.
En el portal de la ciudad lo detiene una vieja y lo recibe con una frase:
—Hola, misterioso y bello caballero.
—¡A volar, puta! —con una cachetada que la tumba al piso en donde le sigue pegando una y otra vez.
Souperbe, que observaba escondido tras un arbusto, no creía lo que veía; la sangre de la sangre no lo había reconocido y la carne de la carne la golpeaba brutalmente.
—¿Qué he creado, qué he hecho? —se preguntaba admirado.

Inmediatamente, horrorizado, Monsieur, de un salto, se incorpora y corre rumbo a la mansión; no para hasta caer a los pies de la puerta de su morada.
—Debo ir en busca yo mismo de mi final, debo destruir esta historia de mi vida, debo desvanecerla e irme en torno al juicio, con todo lo que me pertenece, con las pruebas de mi sentencia.
Desesperado, rocía con grasa de cerdo su gran biblioteca, sus manuscritos, su tintero y escritorio, y a sí mismo. Una llama bastó para iluminar esa pequeña localidad de Francia. Las llamas se consumían en los ojos de su joven aprendiz, que gritando, esperó a que todo se consumiera.